LAS
ESPERANZAS PERDIDAS
Por
Ricardo Lalinde López
Considerábamos
no hace mucho que huyendo de las grandes ciudades, lograríamos
apartar de nuestros ojos el espectáculo de episodios lastimosos. Tal
vez habíamos creído y esperado con nuestros amables amigos que con
trasladarnos a pequeñas provincias, campiñas amenas, pequeños
pueblos, abadías religiosas o devotos templos, traeríamos sobre
nosotros y sobre nuestros amigos aquella paz del espíritu y aquella
apacible serenidad del ánimo en el que uno se adormece con la
lectura de los antiguos idilios o la meditación espiritualmente
sublime de la leyenda de los santos, cuando la vista está ya caída
y el ánimo acongojado.
Esperábamos
que nuestras esperanzas no se verían defraudadas y que nuestras
buenas intenciones no se estrellarían fatalmente con el carácter de
la vida y de la época que nos ha tocado vivir.
¿De
qué nos vale haber dejado las ciudades tumultuosas y las cortes
corrompidas?… ¿De que sirve que el destino nos haya llevado al más
apartado rincón entre los retiros más dudosos, al extremo más
largo del centro del mundo?… ¿Qué importa que, huyendo de esa
sociedad, movida, como las antiguas aglomeraciones de los circos
romanos, con el ansia del espectáculo sangriento, nos ocultemos en
la hondura sombría del valle más escondido entre quebradas
montañas?…
No
a otro lugar, sino a otro siglo debiéramos ser llevados. No era
suficiente refugiarnos entre la espesura de los rústicos vergeles
del Alhama, o buscar la venerable sombra de nuestros santuarios
religiosos; hubiera sido menester volver a los días tranquilos y
apacibles de uno de esos siglos privilegiados de creencias y
disciplina, en que los hombres no conocieron otros infortunios que
las plagas del cielo o la acción de los elementos; los dolores del
mal físico y las desgracias de la muerte, que Dios envía y que Dios
consuela…
En
aquellos tiempos, donde quiera que hubiéramos buscado y descrito
padecimientos y desdichas, hubiéramos encontrado casos de
adversidades, pero no almas en desesperación; hubiéramos visto
perversos o pecadores, soberbios o malvados, creando el mal en
rebelión contra Dios y el crimen en su guerra contra los hombres;
pero no hubiéramos podido ni figurarnos siquiera esos sacrílegos
suicidas de su propio bien y de su natural virtud, luchando con el
infortunio de su misma fantasía, peleando a brazo partido con la
bondad de su corazón, haciendo sombras con sus propias manos a la
luz derramada sobre su espíritu, entregados al verdugo de su propia
conciencia, víctimas o mártires de sus propias dudas y de sus
propias flaquezas.
Por
el contrario, creíamos que el Alhama era un río fresco y de
perfumadas brisas a cuyas orillas nos desplazábamos, o aquel
monasterio de Nuestra Señora del Prado en cuyos umbrales nos
retirábamos, bien en oración o recogimiento.
Ya
lo veis: la pasión, el deseo, la presunción, la impiedad, el
egoísmo y la desesperación descreída ha venido con nosotros, como
una universal epidemia que con nuestro aliento y nuestras ropas
traemos y no hay quien la pueda lavar; por eso diremos como dijo
Leteo, todo allí es bello, menos el espíritu del hombre.
O
como decía Montesquieu: Queremos
ser más felices que los demás, y eso es dificilísimo, porque
siempre les imaginamos mucho más felices de lo que son en realidad.
Inestrillas,
19 de julio de 2019
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