lunes, 19 de octubre de 2020

 EL RINCÓN DE MI POESÍA

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LAS ESPERANZAS PERDIDAS
Considerábamos no hace mucho que huyendo de las grandes ciudades, lograríamos apartar de nuestros ojos el espectáculo de episodios lastimosos. Tal vez habíamos creído y esperado con nuestros amables amigos que con trasladarnos a pequeñas provincias, campiñas amenas, pequeños pueblos, abadías religiosas o devotos templos, traeríamos sobre nosotros y sobre nuestros amigos aquella paz del espíritu y aquella apacible serenidad del ánimo en el que uno se adormece con la lectura de los antiguos idilios o la meditación espiritualmente sublime de la leyenda de los santos, cuando la vista está ya caída y el ánimo acongojado.
Esperábamos que nuestras esperanzas no se verían defraudadas y que nuestras buenas intenciones no se estrellarían fatalmente con el carácter de la vida y de la época que nos ha tocado vivir.
¿De qué nos vale haber dejado las ciudades tumultuosas y las cortes corrompidas?… ¿De que sirve que el destino nos haya llevado al más apartado rincón entre los retiros más dudosos, al extremo más largo del centro del mundo?… ¿Qué importa que, huyendo de esa sociedad, movida, como las antiguas aglomeraciones de los circos romanos, con el ansia del espectáculo sangriento, nos ocultemos en la hondura sombría del valle más escondido entre quebradas montañas?…
No a otro lugar, sino a otro siglo debiéramos ser llevados. No era suficiente refugiarnos entre la espesura de los rústicos vergeles del Alhama, o buscar la venerable sombra de nuestros santuarios religiosos; hubiera sido menester volver a los días tranquilos y apacibles de uno de esos siglos privilegiados de creencias y disciplina, en que los hombres no conocieron otros infortunios que las plagas del cielo o la acción de los elementos; los dolores del mal físico y las desgracias de la muerte, que Dios envía y que Dios consuela…
En aquellos tiempos, donde quiera que hubiéramos buscado y descrito padecimientos y desdichas, hubiéramos encontrado casos de adversidades, pero no almas en desesperación; hubiéramos visto perversos o pecadores, soberbios o malvados, creando el mal en rebelión contra Dios y el crimen en su guerra contra los hombres; pero no hubiéramos podido ni figurarnos siquiera esos sacrílegos suicidas de su propio bien y de su natural virtud, luchando con el infortunio de su misma fantasía, peleando a brazo partido con la bondad de su corazón, haciendo sombras con sus propias manos a la luz derramada sobre su espíritu, entregados al verdugo de su propia conciencia, víctimas o mártires de sus propias dudas y de sus propias flaquezas.
Por el contrario, creíamos que el Alhama era un río fresco y de perfumadas brisas a cuyas orillas nos desplazábamos, o aquel monasterio de Nuestra Señora del Prado en cuyos umbrales nos retirábamos, bien en oración o recogimiento.
Ya lo veis: la pasión, el deseo, la presunción, la impiedad, el egoísmo y la desesperación descreída ha venido con nosotros, como una universal epidemia que con nuestro aliento y nuestras ropas traemos y no hay quien la pueda lavar; por eso diremos como dijo Leteo, todo allí es bello, menos el espíritu del hombre.
O como decía Montesquieu: Queremos ser más felices que los demás, y eso es dificilísimo, porque siempre les imaginamos mucho más felices de lo que son en realidad.
Ricardo Lalinde López

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