sábado, 22 de febrero de 2014


A LOS LEÑADORES DE MONEGRO



Aún es de noche y los madrugadores leñadores van camino de Monegro, los veo marchar llevando al hombro el agudo distintivo de la fuerza, el hacha. Parece que van de paso porque siempre caminan hacia otras tierras más lejanas, siento que en su pulso rotundo les circula un pequeño flujo, el empeño y el coraje.

Es el leñador. Sube a la montaña feliz porque ha llegado el día de la corta. Su alzada poderosa recorta una silueta de aborigen tallada sobre una encina. El sentido seguro de vientos y de lluvias le da esa taciturna sabiduría de anciano, aunque apenas tiene dos décadas de vida, su experiencia aporta una herencia de siglos.

Es todo brazos y músculos, y de su sonrisa nace un corte que le madura el gesto: La frente es un lugar de grandes sufrimientos donde vidas y muertes libraron sus batallas. Oculta la desventura con una boina rota que cubre el rudo alboroto de su pelo, un recuerdo de viejos envanecimientos sube como un torbellino de sangre a sus ojos.

Respira el sostenido perfume de la dulce flor y en la solemne bóveda del aura mañanero va escogiendo los trinos de pájaros compañeros que presidirán la rítmica jornada de sus horas, y cuando la ardiente órbita marca los límites del día, despuntan los leñadores poderosos de orgullo, y sacudiendo la cabeza alejan el sueño que la madrugada anterior les había robado.

Cuando sus ojos cumplen con la selección segura del tronco favorable, recoge el hacha, se arranca la chaqueta y lubricando con saliva las palmas de las manos comienzan el rito con taciturna furia. Levanta el hierro y da vuelta a su filo desafiante y con impacto certero se incrusta en el cuerpo. Lo hace diez, cien, mil veces sobre el mismo tronco, hasta que el árbol desgarrado se rinde.

Después vendrá en lenta sucesión de torturas el desmembramiento de los brazos y la cabellera, que en amistad de alegres pájaros vivió años y años y al final, el desprecio de ser secado al sol y al viento. Más tarde lo que suceda ya no tendrá importancia, viajar, quedarse quieto o arder será lo mismo. Ni las nubes de la mañana, ni el sol de la tarde, ni los pájaros ni las lluvias se recostarán en él.

El bosque castigado se duele de los hachazos recibidos. A izquierda y a derecha de sus heridas yacen la sangre milenaria y el corazón, doliéndose con las venas abiertas de tantos golpes padecidos. El humus que ha criado la cepa tranquila del árbol y le ha dado su dulzura de sombras llora junto a las cicatrices rojas dejadas por el hacha del hombre, y durante años los brotes no aparecerán bajo la tierra.

Después, el camino se llenara de mulos y caballos cargados con la leña que como una fila interminable de hormigas cruzarán sendas y caminos con un destino seguro, los bardales que los leñadores tienen preparados y su viaje lento o precipitado por caminos misteriosos con agobio, sudor y coraje llegará a su fin; de nuevo hacia su hogar, el hacha compañera inseparable formará la cruz sobre el hombro buscando un nuevo talar. Y su final será duro, como es duro el oficio: como también es dura la materia que trabaja y es duro el hierro ciego del hacha compañera y dura es la misma vida que al leñador le espera. Inestrillas, 22 de febrero de 2014

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