jueves, 10 de enero de 2013


VOLVER A LA QUIETUD DEL PUEBLO

  Aún no hace 15 días que dejé el pueblo y ya estoy de nuevo, sumergido en su tranquilidad y sosiego, aún más si cabe que hace unos días, cuando por estos lares se encontraban bulliciosos jovenzuelos que rememoraban tiempos pasados, tiempos de jolgorio y de inquietud; hoy el pueblo es un mar tranquilo, un lugar de placidez y de relajamiento.
  Cuando he llegado esta mañana eran las 9,35 del día 10 de septiembre, en la radio, por el camino, venía escuchando los sucesos de aquel 11 S, y se me antojaba ¡Qué barbaridades ocurren en las ciudades! y al bajar del coche me llegó a la cara una ráfaga de aire puro con el saludo de unos vecinos que con languidez y sin prisas iban a sus quehaceres, al verme me pareció que se olvidaban de sus  labores, pues se liaron conmigo en una amigable conversación de la que parecía no tener ninguna prisa de dejarla; ¡había llegado al pueblo! ¡A mi pueblo!, aquí no hay prisas, aquí no hay ruidos, aquí no te sientes agobiado, el río pasa lánguido y monótono, el movimiento de las hojas de los árboles son relajantes, la sombra en la alameda elimina el agobio del calor..., pues hoy dicen en el pueblo que pasaran de los treinta y pico grados..., no se pillan los dedos en el número de grados que va ha hacer, pero dicen que ayer pasaron de los 34 grados.
  El caso es que después de las vacaciones aparece el pueblo como es, casi despoblado, pero llegas y no te encuentras sólo, los pocos vecinos que hay y algún que otro veraneante despistado como yo son suficientes para formar coloquios y charlas, eso sí, sin ruidos, sin gritos, sin riñas y con mucha familiaridad.
  Me encuentro con mi pariente Juan Pascual y nos enzarzamos en una conversación de esas que es difícil olvidar por muchos años que pasen y mientras la testa esté en su sitio. Hablamos de el “Nanica”, te acuerdas de Esteban..., me dice,  Estaban el Nanica decía que tenía catorce hermanos y que todos se apellidaban igual, ¡Que casualidad verdad, pocos casos como este se dan, decía aquel bendito!  Era un hombre pequeñito, lánguido y con pocas luces, pero era de esos que ya no se ven..., dulce, tierno y buena persona, demasiado buena diría yo; durante el tiempo que fue cabrero poco se sabía de él, pero después cuando dejó el ganado y se unió a la población comenzaron las bromas. Vivía con su hermano Francisco en el palacio del Marqués González de Castejón, por eso también les apodaban a ambos hermanos “los palacios” y como en todas las familias siempre hay un listo y una oveja negra, aquí el listo era Francisco el “tartaja”, jamás dio un palo al agua, vivía de su hermano el Nanica.
  Este buen hombre siempre fue el entretenimiento de muchos y la risa de otros muchos, contaba sus cosas con total ignorancia, sin malicia y con toda la ingenuidad del mundo, por eso cuando llegaba la cuaresma los ojos de los mozos estaban puestos en él y seguro que haría de sardina, esa fiesta medieval del entierro de la sardina. También le hacían creer que al vivir en un palacio venía de gente noble y que por lo tanto era más que Marqués y le hacían ver su nobleza de tal manera que se lo creía y hasta se regocijaba. Otra insistencia era la de los catorce hermanos que por casualidades de la vida todos, todos, se apellidaban igual, esto se lo hacían repetir constante mente. Cuando iba al barbero decía que iba a que le lavaran la cara, pero el barbero no le afeitaba sino iba bien aseado por lo que lo mandaba al río a lavarse y éste se metía en el río para salir bien limpio, y salía como un pollo.
  Total que volver al pueblo es resucitar nobles recuerdos, saltarse los atascos de la ciudad, respirar el aire puro y descansar como decían los viejos, ¡He descansado como Dios! 

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