martes, 20 de marzo de 2012

4ª y última PARTE del relato del Vizconde de la Alfalfa.

“Me he encontrado con la que fuera mi tata, Lola la  Tocina, en pleno furor de la vida funeraria. Paseamos por un hermoso cenotafio. Se oían tañer campanas con toques de muertos. Estaba vestida de negro y mostraba unos pechos tan grandes, los mismos que me amamantaran, que dos enanos los llevaban en una carretilla. Iba exultante y detrás, a duras penas, iban dos bueyes tirando de una penosa carreta. En la Glorieta de los Crisantemos negros nos vimos. Deseaba profundamente que me cogiera en brazos. Ella, mirándome tiernamente dijo: querido niño: sea lo que quiera el destino. En ese momento los dos enanitos entonaron un estribillo con el tata-teta que tantas veces pronunciara yo mismo de niño. De pronto se hizo de noche y alguien nos dijo que el cenotafio estaba cerrándose porque se iba a proceder al sepelio del vizconde de la Alfalfa. De manera que la administración de la Cadavrina, que así he bautizado a esta nueva sustancia, produce más que excitación del sexo, temores necrológicos sobre hechos pasados. Tengo la impresión de que no sirve como afrodisíaco popular”.

Y así fue. La segunda y decisiva prueba la hizo con Soto en el Centro Espiritista de Caballerizas. Resultó un aquelarre. Creyó que le obligaban a dormir con su amada muerta pero sepultados bajo la tierra mientras le corroían las piernas una legión de ratas negras. Sus gritos se oyeron en todas partes. Tanto que el director del Centro prohibió la entrada al vizconde definitivamente. De otra parte, el sochantre de Villanueva del Ariscal quiso también probar suerte.

Con aquel episodio, el vizconde tomó definitivamente la decisión de darse por vencido, al menos en la experimentación química. Descansó un par de años, viviendo con su actividad de negro. Como escribía muy bien, redactó seis libros para otras personas y que incluyeron la biografía de un santo, un tratado de numismática, un recetario de cocina., una química para niños y dos novelas. Pasando tristemente la vida, pues era de un natural fogoso y emprendedor, un buen día le escribieron una carta desde la cátedra de Física de la Universidad de Puebla del Río. Su regidor don Heliodoro de la Cuesta le pedía su colaboración. Estaba estudiando las leyes de la Termodinámica en los cuerpos de calentorros sevillanos. Como quiera que don Miguel estaba afamado en este terreno -aunque a decir verdad más por teoría que por práctica- querían medirle los cambios de temperatura y sus ecuaciones calóricas. Aceptó con cierto retintín, pero pronto comprendió que don Heliodoro era muy buen hombre. Ultimado el estudio, llegó a la conclusión que el vizconde tenía tal producción del flogisto que podía ser utilizado en la época invernal en el curioso Calentator Hispalense de su invención y que el Ayuntamiento de Sevilla se proponía instalar en la Plaza de la Campana como prueba. El Calentador no era otra cosa que un estradito de 4x4 metros confeccionado en madera y provisto de cuatro sillones confortables donde se sentaban las personas seleccionadas por don Heliodoro por su poder calorígeno. Una barra circular metálica servía para agarrarse los calentorros y distribuir sus calores a una placa también metálica que distribuía la alta temperatura a los viandantes. De esta manera toda la plaza de la Campana tenía de diez a doce grados más que en las otras calles. Para amortiguar las horas, en el centro del estrado había un veladorcito con periódicos, bebidas y algún que otro tentempié. Por imperativos técnicos los calorígenos tenían que estar en calzonas. Pronto, desde el primer día de la prueba, don Miguel sobresalió por la potencia de calor que desarrollaba. Las mujeres sabían distinguir el empaque del vizconde, tanto que cuando entraban de Sierpes o Colcheros a la Campana, solían muchas decir ya se nota el calorcitos de don Miguel. Las más bravas daban gracias al alcalde por aquella exhibición de paquetes calzonarios y, como consecuencia, de lo bien y agradable que se estaba. En la Campana se terminaron los inviernos El número de mujeres fue en aumento hasta encontrarse la plaza abarrotada cualquier día y a cualquier hora. Y las jóvenes -y las no tan jóvenes-, iban por don Miguel. Los otros tres calorígenos no poseían el mismo carisma. Sin embargo, terminando el invierno, inesperadamente, el vizconde, al bajar del estrado después de una jornada de Calentator, perdió el equilibrio, se cayó y dos días más tarde falleció de una complicación de su viejo corazón. De esta triste forma terminó sus días. Muchos años después del olvido producido en su ciudad, alguien que analizó a fondo sus cuadernos de laboratorio, llamaría la atención sobre el hecho de que aunque no llegó a descubrir definitivamente su ansiado afrodisíaco popular sevillano, muchas de sus observaciones, reflexiones y experimentos han cobrado hoy, a la luz de la ciencia actual, una importancia decisiva. Tanto que ya empieza a dársele el verdadero valor que alcanzó este solitario y sorprendente investigador de la muy leal y olvidadiza ciudad de Sevilla.

INTRODUCCIÓN Y NOTA HISTÓRICA AL RELATO SOBRE EL VIZCONDE DE LA ALFALFA.

El  doce de octubre de 2011 se cumplieron los 201 años del nacimiento de la figura señera y secular del Vizconde de la Alfalfa. Lo que haya significado para Sevilla es algo que todavía no ha sido sopesado en las redomas de la ecuanimidad. Hasta que William Worthington, de la universidad de Liverpool, llamara la atención en 1908 sobre el papel precursor tecnológico que habría de jugar don Miguel Mir y Velázquez, segundo vizconde de la Alfalfa, no se ha reivindicado la preclaridad y fuerza de muchas de las hipótesis y postulados que mantuviera.

Nació en 1810 en el número doce de la calle de Águilas, en pleno cogollo de la Alfalfa, coyunturalmente denominada también de Mendizábal. Tuvo una infancia llena de sorpresas, entre las que no faltaría siquiera su precoz enamoramiento de Lola la de Tocina -su tata- cuando contaba escasamente un año de edad, episodio concienzudamente bien investigado por Fernández de Luna en nuestra Universidad. Hoy sabemos que el infantito vivió obsesionado con una serie de acontecimientos que, como oiremos en el relato que hemos seleccionado para esta publicación, delata una fuerte cuota de sufrimiento. Una agitada juventud en el Seminario de Pilas, que rehuyó a macha martillo, desembocaría en una decidida vocación ante la búsqueda de la ciencia. Boris Andricoff, de Moscú, ha llamado la atención sobre la función polifacética que demostraría entre sus 18 y 23 años. Pero como Von Harppeimer ha señalado con buen criterio, y cito textualmente, “Mir y Velázquez es un adelantado del siglo XIX en el campo de los afrodisíacos populares, habiendo experimentado todo lo habido y por haber, incluido las reacciones de su cuerpo”. Esta aseveración, con ser indiscutible, no centra la diversidad en una mentalidad como la suya. De ahí que, a nuestro juicio, la apostilla de la Escuela Italiana, con Feruccio al frente y advirtiendo que “buena prueba de esta cualidad es el catálogo de nombres por los que, en algún momento, ha sido conocido el Señor de La Alfalfa”, es más que oportuna. Algunas de tales designaciones, aunque vulgares, no dejan de transmitir, cómo diríamos, un cierto encanto vital. Hoyos de Limón, ha recogido hasta treinta y cinco nominaciones diferentes. Entre las más curiosas y aleccionadoras, destacaríamos las siguientes. “El calentorro del Mar Caspio”, “El calentador de Sierpes”, “El calientacalles hispalense”, “Calentatoris Hispalensis”, “Don Miguel el del Rigipenil”, “El Loláfilo empedernido”, “El noble de Ranilla” y “El amante general”. Etc.

De otra parte, nadie puede ocultar la existencia de varios episodios que han ensombrecido la figura de Mir y Velázquez en algunos momentos de su vida. Así, su encarcelamiento en la prisión sevillana de Ranilla, su juicio acusado de corrupción en un convento, su desafortunada experiencia con los gremios de porteros y funerarios para probar los efectos del Rigipenil, la cuestión de la necrosopa a la tibetana y el mismo escándalo del Centro Espiritista de la Calle de las Caballerizas, son jalones desdichados en su biografía que convendría analizar a fondo. Otro tanto puede decirse de la etapa en que don Miguel es utilizado por el catedrático de física, don Heliodoro de la Cuesta, para formar parte de su invento del “Calentator Hispalensis” con el que climatizar las calles. Son paréntesis cuyas claves no están aún bien precisadas. Pero puede asegurarse, en el sentir de Gaston Lecuvier, que, en cualquier caso, la estructura del pasotismo del vizconde, en calzonas y sentado en el estradito en La Campana, ha venido a demostrar cuán injustamente relegado y utilizado sentíase en lo más profundo de su alma . En fin, la figura del gran investigador se perfila, cada vez más como portentosa. El futuro nos ha de aportar más de una sorpresa al respecto.

Por todo lo dicho, este relato histórico que oiremos a continuación, posee el sabor de lo auténtico. Fue escrito por Ramiro Antúnez, alguien que siempre tuvo un gran respeto por la figura de don Miguel Mir y su proyección en el mundo de la cultura. Aunque la grabación que se conserva en esta Universidad tiene cierto deterioro, sin duda por el excesivo número de copias que se han hecho para los congresistas de Montpellier y Oviedo, mantiene la lozanía de lo veraz. La narración fue escrita en 1929, año de la Exposición Iberoamericana de Sevilla. En aquel entonces se trató, realmente, un encargo del Pabellón de Testimonios ubicado en la Plaza de los Conquistadores. Quizás esto explique el por qué la vida y obra del de La Alfalfa haya sido tan conocida en Latinoamérica, especialmente y a nivel popular en Montevideo, Santiago y, sobre todo, en Buenos Aires, Tegucigalpa y El Cuzco. En fin, vean en nuestras palabras un homenaje a tan destacada figura de nuestro siglo XXI. Nos sumamos con nuestro verbo a todos aquellos que, de alguna manera, han comprendido que era indemorable reivindicar el lugar que, por derecho propio, le corresponde al ya genial e histórico Vizconde de la Alfalfa.

Fin del relato del Vizconde de la Alfalfa. Espero sea de vuestro agrado.

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