domingo, 18 de marzo de 2012

 2ª PARTE del relato del "Vizconde de la Alfalfa".

Su primer laboratorio lo montó en el vater de su palacete de Águilas 12. Pero el hedor de la cubeba residual levantaba el estómago a cualquiera, máxime cuando su perfume se mezclaba con el natural de las cámaras propias del lugar. No obstante todo fue rodando bien, excepción hecha del poco espacio para dar de cuerpo que dejó a su paciente madre mientras vivió. Cuando tuvo preparado el Rigipenil se enfrentó con el problema de encontrar voluntarios en quienes probarlo. Tras muchas vicisitudes, logró encontrar algunos entre el gremio de porteros hispalenses aunque con tan mala fortuna que, dos de ellos, trabajaban con las monjas ursulinas del Paseo de la Palmera. Ya cuando el Vizconde les administró la dosis más alta, ambos se marcharon de Águilas 12 con una excitación fuera de lo común. Más tarde dirían que habían vivido horas como si tuvieran quince años. Pero desgraciadamente la ruina se cebaría con el prócer. Tan pronto llegaron al convento, montaron un rifirrafe con la portera y con la encargada del torno. Bajo una locuacidad nada natural, los dos voluntarios -que de ordinario eran recatados y comedidos- comenzaron a desbarrar de las monjas, contando chistes verdes por doquier y empertigados a las doce de la noche en levantar a la comunidad completa para leerles unos capítulos del “Decameron” de Bocaccio. Como quiera que la madre tornera se escandalizara, llamó a la superiora, comprendiendo que algo anormal pasaba y que ellas no podrían reducir la agresividad verbal e intenciones carnales que se barruntaban en los dos empleados. Se avisó a la policía. Don Miguel fue detenido aquella noche y acusado como inductor de corrupción conventual. Consecuencia del cisco organizado fue un juicio muy desagradable, con la soledad del sabio diría su abogado defensor, y que afectó como persona al Vizconde quien, gracias al leguleyo que se buscara, no dio con sus huesos en la cárcel.

Tan apenado quedó por lo sucedido que necesitó deja pasar casi un año para rehacerse. Pero como era hombre recio de ánimo, volvió a sus trabajos no sin antes haberse entusiasmado con la asiática meditación trascendental. Anduvo indagando sobre costumbres en el Tibet. Y lo hizo con la vehemencia que escondía para abordar las cosas novedosas que le agradaban. Un día, leyendo las memorias de un viajero anónimo del siglo XVI, se enteraría que cuando una persona muere en Lasa, su cuerpo es hervido durante diez horas en una gran caldera con objeto de preparar una especie de sopa íntima. De tal caldo se da una tacita a cuantos participen en las ceremonias fúnebres. Hasta ahí, se trataría de un hábito de un lejano país más o menos esotérico. Pero a don Miguel lo que le llamó la atención de aquella crónica era una simple apostilla del viajero al referir que los hombres mostraban, a las dos horas de tomarla, una fortaleza varonil fantástica. Tamaña observación le permitió concluir que la experiencia era transportable a Occidente y, concretamente, a Sevilla. El gran escollo que veía era cómo hacer caldo con un muerto hispalense. Semejante fabricación era un delito. Sin embargo, se le ocurrió ensayar primero con diferentes animales. En Águilas 12 hirvió a cuantos mamíferos pusieron sus patas en la tierra de María Santísima. Así llegó a probar con perros, gatos, ratas, conejos, cochinos, hurones, mofetas y hasta con caballos, osos e incluso un tigre del circo Danés que murió en plena feria. Pero, nada, no funcionó. Aquellos caldos, aparte ser vomitivos asquerosos, no servían para nada. Desesperado por el fracaso, volvió a las fuentes. Y en la letra menuda halló la insistencia del viajero del siglo XVI al proclamar que, para semejante menester sólo servía el hombre. A punto estuvo de abandonar la experiencia. Pero en su soledad se creció diciéndose que las dificultades estaban para vencerlas. Entonces fue al Departamento Anatómico y habló, bajo cuerda, con el portero. Aquello era inviable. Demasiado riesgo judicial. Además el bedel añadió que ni se imaginaba cómo quedaría el muerto después de un hervor de diez horas. Como comprendiera que allí no había nada que calentar, tuvo la ocurrencia de dirigirse a un hospital de beneficencia. En el del Espíritu Santo tuvo más suerte. El encargado de la morgue, viendo la suculenta participación que teóricamente le ofrecía el vizconde, aceptó. Convinieron en hacer la experiencia un fin de semana, utilizando una de las calderas de la calefacción que había en los sótanos del hospital. El muerto del que obtuvieron el caldo se llamaba don Ezequiel Calzada Pérez. Había sido contable y no se sabía por qué causa había dejado de existir. Don Miguel advirtió un cierto peligro en ello pero, a la altura que estaban, el experimento era imparable. Durante la madrugada del sábado al domingo prepararon la sopa. El bedel preguntó si ¿esto no lleva sal, oiga? El de la Alfalfa sonrió y no respondió. Pero, a decir verdad, les salió un tanto espesa y de color verde. El empleado, con cierto humor negro, insinuó recordarle al puré de guisantes. Al amanecer ya se estaba enfriando “la marmita”. Y sobre las diez tomaron una tacita cada uno. El bedel comenzó a decir que me siento como un toro, para acto seguido echarse a morir. Don Miguel, por su parte, tuvo que entrar en el retrete con gran descomposición. Todavía a las doce del mediodía se oían sus quejidos en el bajo. Pero no querían pedir auxilio por miedo a ser descubiertos. La Providencia quiso que se recuperaran de los vómitos y el derrumbe que padecían. Años más tarde reconocerían ambos que el tal don Ezequiel sabía a demonios coronados. Además, por si fuera poco, el calmort, contracción de caldo y mortal, como le llamaría en su diario de laboratorio, tenía un efecto secundario intolerable. A las dos horas de su ingesta, aproximadamente, provocaba fuertes ruidos de tripas y descosidas descargas de escopetería, pero con la salvedad de oler a perros muertos. Tal era el vapor hediondo que producía unas fatiguitas insufribles a quienes lo respiraban. Lo peor de todo era el tufo a cadáver que exhalaba. El vizconde anduvo más de dos semanas ventoseando por doquier, llegándole a preocupar lo que expelía. Y para valorarlo, quiso hacer la prueba en la Verdulería de Matilde, gran local situado en plena Plaza de la Alfalfa. Para ello, como quien no quiere la cosa, se puso en la cola para comprar los afamados espárragos trigueros de temporada. En un momento dado se metió en una bulla para comprar grumelos gigantes de Constantina. Y en plena confusión de quién es quién, aprovechando con alevosía el entusiasmo culinario de tantos vecinos, deslizó un silencioso trallazo del aire mortecino que llevaba en la barriga, bestial y casi corrosivo de ventanas y puertas. Pronto se dio a conocer el aire averiado, extendiéndose por doquier. La misma verdulera se aflató. Y una clienta de siempre, Gertrudis, dio la voz de alarma que allí lo que olía de verdad era a muerto. Por su parte, el bedel estuvo tirándose cuescos con olor a huevos podridos durante más de un mes, con la particularidad que no sólo detonaban sino que eran también inflamables. Mir y Velázquez quedó tan impresionado por todo esto que juró no volver a realizar más experiencias de ese tipo. En su libro de laboratorio, anotaría que se trataba de un método cruel e inviable, declarando que la combinación tibetana era un magnífico afrodisíaco, pero peligrosísimo para la vida.     Fin de la 2ª PARTE

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