miércoles, 7 de marzo de 2012

Las vicisitudes del vizconde de la Alfalfa   (Relato)

Cuando en Sevilla se pronuncia el nombre del Vizconde de la Alfalfa, casi todo el mundo piensa en dos señeras figuras de la historia. Una, la del personaje de la novela “Entre la barahúnda” y, la otra, real, la de don Miguel Mir y Velázquez, Vizconde de La Alfalfa.
Es, precisamente, esta última la que pretendemos glosar ahora que se cumplen los ciento veinte años de su nacimiento. En el semblante de todo pensamiento histórico debe sobrevivir la memoria de uno de los grandes investigadores de todos los tiempos, de un hombre querido por sus aportaciones populares sobre los afrodisíacos callejeros. Nacido en el barrio de San Esteban, durante la etapa de la invasión francesa, mostraría desde su primer día una vivacidad y sentido de la observación poco comunes. Abundante en carnes, de pelo negro y tez cetrina, vino al mundo en la calle de las Águilas número 12. Paquita, la matrona que asistiera al alumbramiento de doña Alicia, su señora madre, diría del niño que era agraciado y bien dotado. En los documentos del natalicio figura técnicamente como eutrófico que, a nivel de vecindad, se traduciría como “niño macizo”. Pero como quiera que su madre no tuviera apenas leche, hubo que recurrir a una nodriza. Así las cosas, la tristeza fue extendiendo su manto por Águilas 12. Algo extraño le pasaba al niño. Ya con dos añitos lo estudió el insigne pediatra de su calle don Atanasio de la Huerta aunque no concluiría nada en especial. De ahí que le dejara en observancia, recomendándole sólo sustituir la materna lactancia por la de otra recién parida. Este y no otro sería el verdadero motivo por el que doña Alicia decidiera el concurso de Lola. La que sería inolvidable tata de don Miguel, era viuda de 15 días cuando entró, al fin y por vez primera, por las puertas del histórico palacete de los Mir. Todos los anhelos de quienes bien querían al infante estuvieron depositados en la nutrida tocinera. Dos días más tarde comenzó a notarse un cambio espectacular en el pequeño. Todo el desinterés que mostrara por su madre se fue tornando en pasión y alegría en todo lo concerniente a la guapa nodriza. El vizcondecito, al contacto con el pecho de Lola la de Tocina, parecía extasiado. Rechupeteaba sonoramente, mordisqueando con cuquería la blanca fontana que le ofrecían. Todo, acompañado de grititos rebosantes e incluso pedorretitas en amorosa y sonora cadena y cadencia. En menos de dos meses, puso peso y la tranquilidad entró en la casa. Lola era dicharachera, rolliza, de muy buen ver, un tanto rubicunda y dulce en sus gestos. Cuando Doña Alicia la contrató mantenía cierta elegancia y refinamiento. El niño, sabiendo que la tata estaba a su lado, dormía placenteramente. Daba alegría ver cómo el infante remiraba pícaramente a su tata dando grititos de felicidad y entusiasmo. Lola, entonces, le contestaba soltándole retahílas llenas de ternura y desenfado. Antes de cumplir su primer año, el angelito aprendió una primera palabra que repetía con magnífico tono de voz. Cualquier momento era bueno para festejar su natural diciendo, con la nitidez del agua de roca, la palabra “teta”. En un principio sus padres creyeron que tendría relación con el apetito. Dos meses más tarde observaron que el vocablo se convertía en obsesión. Lo espurreaba, una y mil veces, desde que salía el sol hasta el ocaso.

Sin embargo, pasarían los años y con casi tres aún no pronunciaba un solo vocablo más. La cosa llegó a tal extremo que decidieron consultar con el profesor Gellé de la Universidad de París. El célebre médico les tranquilizó diciéndoles a los afligidos padres que no veía nada de interés y que a lo sumo podría pensarse en una obsesión que aún no le había dado la cara. Le puso un tratamiento consistente en tranquilidad, el pecho de Lola cada hora y seguido de una cucharadita de zarzaparrilla. De regreso a Sevilla, se inició el tratamiento tal indicara el francés. A los quince días, el niño añadió una segunda palabra a su acerbo lingüístico: “tata”. De manera que, en un principio, exclamaba continuamente “teta tata”. A quienes le oían les hacía gracia como lo pronunciaba hasta que, un buen día que Lola no pudo amamantarle por estar intervenida urgentemente de apendicitis, el niño no sólo se negó a tomar biberón ni materno ni artificial sino que comenzó casi a declamar con cierta nostalgia e inquietud un inquietante “teta de tata”. De buenas a primera había incluido un cambio de sintaxis más que evidente. Ya no se conformaba con decir teta tata sino que especificaba “teta de tata”. Sin duda, este episodio de su primera infancia sería entendido a posteriori, con el transcurrir de los años, cuando don Miguel se revelara como lo que sería: un extraordinario investigador popular de los afrodisíacos. Ya insistiremos más adelante a su debido tiempo, en este aspecto.

Teniendo nueve añitos, sus padres lo llevaron interno al Colegio de Pilas. En realidad se trataba de un preseminario de curas afamado en toda la provincia por la disciplina férrea que imponía. Pero ni siquiera el toque de queda que marcaba casi a fuego el Padre Prefecto, era óbice para frenar las jornadas de fumeteo en los retretes y las licencias del despertar de la verga volandera de muchos seminaristas. Precisamente sería en este remanso colegial del vaterclós donde recibió el noble, un buen día, su primera amonestación al tanto de sus inclinaciones eróticas. Fue el caso que en la epigrafía cerámica que había en el recreo, recordando el célebre consejo estatal de Niño no maltratéis a los pájaros…añadió el de Águilas: y entregaos al sano vicio…El Padre Matías le pilló retocando el texto y le infringió duro castigo por “alumno indómito”. De todo aquello, el jovencito no sacaría otro beneficio que la cabeza fría. Nunca negaría que, episodio tal, fuera uno de los más negros de su vida. Entre otras cosas porque, pese a la voluntad paterna, nunca mostró el menor interés por la vida sacerdotal. Estaba allí porque le obligaban. De lo contrario no hubiera permanecido ni un minuto. Es más, de semejante experiencia sacaría un decidido carácter anticlerical. Se comprenderá, ahora, que su vida en el seminario, constituyese un verdadero martirio. Sin embargo, para algo le servirían los tiempos de pesadilla y sotana. Fue allí donde barruntaría su pasión por cierto tipo de investigación. De manera que, en lugar de rosarios y novenas, consumía su tiempo dándole vueltas y más vueltas al cerebro preguntándose qué efecto podría tener una sustancia que viera en el laboratorio de la clase de química y que, en el Espasa, había leído tenía efectos estimulantes sobre el venusino mundo. Como le rebosaban sus rarezas, como a todo el mundo, aunque un poco geniales, se aficionó a llevar el trisagio los días de tormenta. Eso de Santa Bárbara, le gustaba. Lo veía excitante. Años más tarde intentaría indagar la relación entre el miedo y la excitación de los perendengues juveniles. El caso es que, poco a poco, fue introduciéndose en ese mundo. A don Miguel se le veía siempre dando balsones por el seminario y portando botecitos y paquetes para sus experimentos. Con doce años para trece, observó un buen día cómo se le tapizaba el bajo vientre, las piernas se le inundaban de vellos y la voz se le ponía bronca. Fue entonces cuando se le recrudecieron los deseos de experimentar con la yohimbina. Y como no se andaba con rodeos, decidió probarla antes que nadie. Fue una tarde de primavera. Estaba en la azotea. Insensatamente la tomó a voleo y por poco se muere. Pero así y todo notó el vigor de la vida mientras se repetía que ese era su camino, el buscar algo para dar esperanzas a cuantos inconsolables las pierden. Recuperado del susto, fue a más. El Padre Tutor, por las noches, solía vigilar los dormitorios. Una noche, llamó la atención al futuro vizconde por no apagar la luz a su debido tiempo. Como viera los botes y sustancias en la mesilla de noche, le preguntó que para qué era todo aquello. Don Miguel le explicó con naturalidad lo que pretendía. Quedó admirado el lego aunque le advirtió seriamente que no se le fuese a ocurrir ensayarlo. A lo que respondió que ya lo había hecho, aunque echándolo en la marmita del cocido. Precisamente, en aquellos momentos tenía la luz encendida porque andaba anotando los efectos del mágico guiso, valorarle según el prieto empaquetamiento de cada alumno y el número de nocturnas maculas polutas brotadas en lo profundo del sueño.

De otra parte, su comportamiento en Pilas resultaría siempre una caja de sorpresas. Pero nunca engañó a nadie. Los curas sabían sobradamente de su rechazo y obraban en consecuencia. Sólo aguardaban órdenes de sus padres para enviarlo a casa. Mientras tanto no dejaban de admirar el tesón y entusiasmo que derrochaba el joven en sus obsesiones. Por eso, al Padre Cañete no le extrañó que, un día, le dijera que tenía novia. Era la cocinera y tenía veinte años más que él. Ciertamente ya quedaba lejos Lola la de Tocina y su mamadera. Pero don Miguel se comportaba tan especial que incluso salía de paseo con la mucama vestido con su sotana. Era algo increíble el desparpajo que derrochaba. Entraba amartelado en los bares y cines. Las viejas y beatonas del pueblo le censuraban y recordándole su desvergüenza. Con frecuencia le gritaban ¡Por lo menos quítale la sotana, hija...! Desde luego, semejante actitud precipitaría su fin en el seminario. El Padre Prefecto le había conminado que de no cesar la experimentación de calentamiento con yohimbina y el amartelamiento de novio con sotana, tendría que expulsarle.

Con 18 años, se entregó al estudio y búsqueda de nuevas sustancias para corregir el frío de la verga. Tras adquirir cierta disciplina, abordó el uso del regaliz disuelto en agua nítrica. El fundamento lo había leído en un semanario guatemalteco. Su autor cantaba las excelencias entre ciertos samanes y recordaba que, en otra dirección étnica, los guaraníes curaban la flaccidez del mástil viril a base de la dulce raíz. Los resultados nunca estuvieron claros. Entre otras cosas porque desajustaba la cervantina “oficina del cuerpo”. Así que se centraría de lleno en la búsqueda de otros remedios. De esta forma llegaría al descubrimiento de lo que patentaría como “Rigipenil”, un mejunje a base de extractos botánicos de llantén, cubeba y culantro ecuatoriano  (fin de la primera parte del vizconde de la Alfalfa)

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