lunes, 19 de marzo de 2012

3ª PARTE del relato del "Vizconde de la Alfalfa"

Una vez más quedó tan chascarreado el pobre don Miguel que dijo que hasta allí había llegado y que tiraba definitivamente la toalla. Pero también, una vez más, sacó fuerzas de flaquezas y se volvió a gritar que seguía con la proa en el destino y, por tanto, en su pasión buscadora. En una covacha que poseía en Águilas 12 montó un nuevo laboratorio, retomando los experimentos con la célebre yohimbina que probara en el Colegio de Pilas. Al fin y al cabo el histórico “cocido” que se tomaron los internos les había hecho más estragos que todas las odaliscas y huríes del mundo. Sin embargo, consiguió mejorar la fórmula añadiéndole polvo de cantáridas y varias pócimas que obtuviera de un viejo incunable de la época de Galeno. Cuando creyó tenerla a punto decidió probar suerte. Como primera medida lo intentó con su gato Frufrú. Era un siamés muy hermoso e indolente, pero carecía del menor interés por las gatas. Fue esto precisamente lo que indujo al vizconde a darle la nueva pócima. El resultado debió ser algo espectacular, porque en su libro de laboratorio anotaría, no sin cierta sorna, que Frufrú ha iniciado en el día de hoy, tras la toma de mi nuevo preparado, un enamoramiento de facto con el canario. Sin embargo, necesitaba experimentarlo en la especie humana. Otra vez, la dificultad de hallar voluntarios era manifiesta. Y al fin hubo de recurrir, de nuevo, al gremio de porteros. Por mediación de su tesorero consiguió la colaboración de veintisiete de ellos. Don Miguel, les administró la cantaridilla, substancia asaz afamada entre las viejas abortadoras y clandestinas de los pueblos de la cornisa del Aljarafe. Durante una semana deberían tomar tres dosis diarias y anotar cuantos movimientos pendulares o sísmicos observaren en lo más íntimo de sus vidas. La consecuencia de la experiencia, como pasara otras veces, fue incontrolable. De manera que el día cinco de la prueba, habló por teléfono con todos y cada uno de los voluntarios. Le invadió una gran desilusión al comprobar que adolecían de vientos y lluvias en las cámaras, cuando no se zurraban al viejo estilo de aquí te pillo aquí te mato. Preocupado por el aparente fracaso, a partir del quinto día comenzó la cosa animarse. Sobre la doce del mediodía le telefonearon de urgencia desde el convento de las Madres de San Benigno ad Vincula. Curro, su popular portero, estaba fuera de sí. Hombre de unos sesenta años, enjuto, viudo, más serio que un ajo porro, conocido por sus silencios, bondad, recato y buen comportamiento, había sido presa, de buenas a primeras, de una extraña excitación. Nada más entró la superiora por las puertas de el Casa Madre saludó a Curro con su acostumbrado Ave María. Pero el buen hombre apenas le oyó. Se movía de un lado para otro. Como un tigre en celo. Al fin le respondería tan extemporáneamente que, según diría más tarde en el juicio, más bien fue un quiebro chulesco y provocativo. Tuvo cierto tono como de piropo, espetándole que había que ver el aire y la donosura con la que llevaba la toca. Sor Balbina se extrañó sobremanera y, haciéndose la loca, como si nada hubiera oído, continuo andando. Curro, crecido en lascivia, fuera de sí, jadeó visiblemente. La monjita, entonces, le preguntó si habían llevado algún encargo para ella. El portero, enloquecido, susurró con sorna un grosero aquí si que tengo yo un paquete para usted. Sor Balbina llamó inmediatamente al Vizconde, porque sabía del experimento, aunque no en los términos de lo vivido. Cuando don Miguel llegó al convento era ya casi la hora del almuerzo. La policía había tomado la portería y, el otrora fiel cancerbero, detenido. El juez llamaría al noble apercibiéndole seriamente, recordándole la cárcel si aparecía una sola vez más en una escena como aquella. Desgraciadamente al día siguiente, otro escándalo con el portero del Ateneo Mateo Alemán, sito en el pueblo de Gelves, daría con sus huesos en la trena. Una dosis excesiva de cantáridas hizo que el portero de la Avenida del Esturión 29 se marchara, llevándose la recaudación del inquilinato con la mujer del sochantre de la parroquia de San Antonio.

En plena primavera, el catorce de mayo, ingresó en la Prisión de Ranilla el de la Alfalfa. La Fiscalía le acusó de corruptor de conventos e incitador al escándalo público y privado. Pero como era com era, tornó la aflicción por esperanza y, en su celdita, montó un pequeño laboratorio. Y así continuó sus investigaciones. La dirección de la institución y los funcionarios todos le respetaban particularmente. Los internos, por su parte, le veían como sabio y mártir de la ciencia. Era digno de ver cómo el mismo director tomaba café en su celda, oyéndole hablar y proceder como si estuviera en su casa. Algunas de las charlas fueron muy fructíferas. Por lo pronto tomó la decisión de continuar sus trabajos hasta que quedara exhausto de dinero. Sería precisamente allí, privado de libertad, donde concibiera su famoso plan del 1´3´-dimetilo. Coloquialmente le llamaba PUD, siglas de Plan Urgente con Dimetilo. Se trataba de una sustancia que conoció mientras leía el trabajo de un químico de Rotterdam que investigaba con explosivos controlados para minas. En aquel artículo refería como estando un buen día preparando la dinamitación de la boca de una mina, hubo una confusión y uno de los obreros espolvoreó su comida con la supuesta pólvora en lugar de la pimienta. Alguien, involuntariamente, cambió los envases. A los cuarenta y cinco minutos, el desdichado fue presa de un ataque eréctil que dejó corto al mismísimo Príapo. Cuando el vizconde leyó semejante anécdota se puso en marcha de inmediato. Escribió al autor explicándole la cuestión. Van Teuther, que así se llamaba el químico, contestó con suma amabilidad, ofreciéndose para prepararle algunos gramos del dimetilo, toda vez que no estaba comercializado. Se veía claramente que el holandés pretendía nadar y guarda la ropa, pensando en un posible éxito futuro del sevillano. Así que dos meses más tarde le mandó veinticinco gramos del añorado dimetilo. Don Miguel puso manos a la obra. Como quiera que el sabor fuera muy amargo, se le ocurrió prepararlo bajo la forma de caramelos. Este fue el origen de los famosos e históricos Caramelos Alfalfeños que tanto darían que hablar a aquella generación. Sin embargo, tampoco estuvieron exentos de grandes problemas. Verdaderamente serios. El peor de todos, sin duda, fue el carácter explosivo que, inopinadamente, mostraba en ocasiones aquella maldita sustancia. Pocas personas conocerán el origen coloquial de la frase está disparado. Sin duda proviene de este anecdotario. El vizconde, careciendo de voluntarios en quienes probar su nuevo ingenio, no se le ocurrió nada más que hablar con una afamada celestina de la calle de Herbolarios. Quedaron en utilizar el PUD en varios clientes que lo necesitaren, particularmente propensos a lo que la Chari etiquetaba de “ignominioso gatillazo”. El vizconde la recompensaría por cada estudio ultimado. Pero, por suerte o por desgracia, sólo pudieron incluirse en las curiosas observaciones dos casos. El escándalo fue tan grande que terminó en el Juzgado y con sentencia en firme. Precisamente del estudio del proceso judicial se han podido sacar los datos que ofrecemos a continuación. Don Nicolás Huelva y Jiménez del Monte, funcionario de Hacienda y cliente de la casa de la Chari, tenía 60 años. De vez en cuando merodeaba Herbolarios y visitaba los ocultos muros. En general era hombre desgastado por la vida y el triste funcionariato que sufría. Por eso, el gatillazo le sumía en la desesperanza. Le temía como a una vara verde. La Chari solía decir que más que a un toro de Mihura. Y así era. Por eso el día que le ofreció el bebedizo, siguiendo las instrucciones del prócer, no dudó en tomarlo. Como habían convenido, don Miguel estaría escondido en el mismo lupanar cuando el empleado descarriado fuere a tomarlo, con el fin de anotar y observar minuto a minuto lo que pudiera acontecer. Precisamente, este celo científico lo sumaría la acusación como “matiz de voyerismo”. El hecho es que a los treinta y cinco minutos de la bebida, don Nicolás, mientras hacía carnal fuelle con la rabiza, notó como un mínimo ruido intranquilizador que fue seguido de una detonación importante. Aquello fue una verdadera explosión. En realidad, una deflagración en toda regla. El de Águilas, que en ese momento se hallaba en el rellano de la escalera ajustando cuentas con la Chari, salió a escape corriendo para la habitación donde sonara lo que sonó. Nada más abrir a puerta vio a la fulana desmayada, echando humo por sus oquedades y, a don Nicolás, apesadumbrado en el llanto. Chari, entonces, habló de que don Nicolás está disparado, frase que recogida en su día en el juicio a puerta abierta la incorporaría la prensa al argot sevillano.

Completamente hundido, el desesperado Mir y Velázquez pensó en retirarse y abandonar cuantos proyectos tenía aún para investigar. Se le vio, desde entonces, vagar por la ciudad. Soltero como era, el desconsuelo hubo de vivirlo en soledad. Además se encontraba prácticamente arruinado después de haber gastado su fortuna y herencia en balde. Abandonado a su suerte, descentrado de la ilusión por vivir, ignorado por sus propios conciudadanos y familiares, comenzó a frecuentar tabernas y bujíos, dándose a la bebida y a cuantas rarezas cayeron en sus manos. Fue así como una noche terminó en una sesión de espiritismo en la calle de Caballerizas. Un fiel compañero de las libaciones con Cazalla, Emilio Soto, empleado de la Funeraria de la Viuda de Ortiz, le dijo un anochecer que a las doce iría a una sesión para hablar con una amiga íntima que se le había muerto hacía ya más de tres años. La había querido mucho y, todavía, encontraba consuelo contactando con ella aunque fuese por el sistema del más allá
popular. Como tenían varios anises en el cuerpo, bañados por esa alegría artificial del alcohol, convinieron en ir ambos. Al fin y al cabo el vizconde no conocía aquel género. A las doce menos cuarto, entraron por las puertas de Caballerizas 120. Se trataba de una casa vieja del siglo XVIII, de las llamadas de “arquitectura popular”. Tan pronto se atravesaba un zaguancito adornado con dos tapices negros para sepelios, se entraba en un gran patio de mármol atiborrado de público. Por lo visto tenía éxito el Centro. Soto, justificó aquel llenazo diciendo que era último jueves de mes. A lo que el de Águilas le preguntó que por qué había tanta gente los últimos jueves de cada mes. Porque conectan con los difuntos queridos, contestó el funerario como si tal cosa. A las doce y veinte entraron en la Salita Gris. Prácticamente no se cabía. En un estrado convenientemente iluminado, había dos personas, hombre y mujer, vestidos de negro y con una bola adivinatoria clásica. El publicó quedó en silencio. Se nombraron a los invocados. Y cuando se pronunció el de Catalina, mi amor, asintió Emilio como queriendo decir esta es la mía. Tras un ritual chocante y un tanto estrafalario, le invitaron a pasar a un reservado. Al vizconde le dijo, entonces, que volvería a la hora porque, en realidad, iba a tener un contacto físico con su amada muerta. Don Miguel se quedó de piedra. No sabía si era una tomadura de pelo o certeza lo que acababa de oír. El hecho es que durante algo menos de una hora, el compañero de aguardiente desapareció. A su vuelta, le confesaría que estaba muy triste porque no había podido consumar su amor con la invocada, no porque no la tuviera entre sus brazos, que la había tenido, sino porque no pudo estar a la altura de las circunstancias. Por mucho que dudara don Miguel, Soto, juró y perjuró que era la pura verdad y que a lo único que aspiraba en la vida era a encontrar algún remedio que le sostuviera en la aflicción en momentos tan tristes y difíciles como el que acababa de vivir. Aquello fue suficiente para que el vizconde se entusiasmara, una vez más, con la búsqueda de su obsesión. Y se contempló como una esperanza frustrada, comprendiendo que no tenía derecho a privar a la humanidad doliente del archivo y enseñanzas de sus propios fracasos y esperanzas. Lo que oyó a Emilio Soto fue muy triste también para él. Así que cuando terminó aquella dichosa sesión, al amanecer, quiso conocer las interioridades de la cama donde se encontraban los necroamantes. Estaba en una salita coqueta pero austera e impresionante. Dos grandes espejos biselados en forma de hojas de acanto ampliaban la ilusión de espacio y dejaban reflejar, por todas partes, la cama ataviada en el centro. Lucía sábanas y almohadas negras, con bordados alusivos al amor que nunca muere y eterno. Don Miguel nada más ver el medio catafalco del himeneo dijo que aquello era una barbaridad, que lo primero que había que hacer era estimular a los amantes con un color alegre y no funerario. Pero ya en la calle, los dos amigos anduvieron en silencio bajo el amanecer. Y cuando llegaron a la puerta de su casa, se despidieron, pero quiso animar a Soto confesándole que, desde ese mismo momento, reanudaba las experiencias para intentar resolver el viejo problema del afrodisíaco popular sevillano.

Como hiciera otras veces, estuvo una semana metido hasta las cejas en todas las bibliotecas importantes de la ciudad. Estando en el Centro Espiritista, intuyó que los amantes muertos en amor profundo quizás produjeran alguna sustancia que estimulara los sentidos incluso sin estar presente el difunto. Por este detalle acabo charlando con el espiritista, quien le reconocería, en un momento dado, que ciertos perfumes íntimos del muerto eran capaces de inducir alucinaciones a muchos amantes. Al vizconde le entusiasmó escuchar aquello, porque de ser verdad era el giro que necesitaba para sus investigaciones. Después de quince días, ya tenía formulada una hipótesis de trabajo. Ciertas sustancias que se engendrarían en los cadáveres de amantes muertos en plena batalla eran capaces de provocar, en el que vivía, la ilusión de que disfrutaba físicamente con quien realmente faltaba. Algo así como el gas hilarante produciendo risa en personas por situaciones cómicas inexistentes. Sin embargo, la dificultad para este trabajo resultaba enorme. Cualquier avance en este campo exigiría estar al tanto de los excepcionales casos que existieran y, luego, ya se las ingeniaría para obtener las muestras de los sepultados. Una locura. Pero don Miguel cuando empezaba ya no terminaba. De manera que para solventar la situación, lo primero que hizo fue confeccionar una lista de amantes en semejante tesitura. Para ello rodó por todos los pueblos indagando en bares, farmacias, casas de socorro y vecindeo quiénes estarían en situación idónea. Fue dejando contactos en toda la comarca. Siempre encontraba alguna persona que se entusiasmara con el estudio, sencillamente por que siempre había creído que había en la vida gente para todo. Y así fue. Pero pasaban los años y no conseguía material adecuado. Hasta que después de año y medio, le llamaron una noche desde Villanueva del Ariscal. Rafael, el sochantre, que se había hecho íntimo suyo, le comunicó que los célebres amantes de Villanueva habían tenido novedades. Regresando habían volcado con la diligencia que tomaran desde Sevilla. Él perdió la vida, pero ella salió indemne. El caso era una perita en dulce porque el juez había ordenado dejar el cuerpo en el depósito del cementerio hasta que, al día siguiente, se hiciera la autopsia. El vizconde cogió su calesa y se dirigió al pueblo. Serían las seis de la mañana cuando llegó. En la puerta del cementerio le esperaba el sochantre que era también guarda. En el depósito le esperaba un topiquero para tomar una muestra de sangre. Con aquello trabajaría don Miguel durante más de un año. Incluso requirió la pericia y consejo de los químicos de la Real  Fábrica de Gaseosas de la  Huerta de la  Salud.  Dos meses más tarde consiguieron identificar una sustancia nueva que podría ser la causa del comportamiento de los amantes de Tanatos. Se trataba de un producto rojo como la sangre, muy soluble en alcohol y cuya ingesta producía, en menos de media hora, unas visiones semejantes a las originadas por alucinógenos como la ayahuasca o el pellote aunque con unas particularidades especiales. Don Miguel la probó. Su cuaderno de laboratorio no tiene desperdicio al respecto, en la página 925-bis al dorso, apuntó de su puño:



Fin de la 3ª PARTE

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